Soy un oso salvaje que pasa la mayor parte del tiempo en plena naturaleza. No me gusta la ciudad, y solo me acerto si huele a algo demasiado rico como para dejarlo escapar.
Vivo oxigenado, como dirían los que se esconden en los miradores pensando que no los veo. Es una suerte haber nacido en estos bosques. Lo mejor es poder despertar con el canto entrelazado de cientos de pájaros que, después del invierno, empiezan sin saberlo a buscar pareja. Lo siguiente mejor es bajar al río y meterse bien adentro a ganarse los salmones. Allí me encuentro con mi madre y mi hermana. Al principio ibamos juntos a todas partes, pero el año pasado empezamos a ir por libre. Sobre todo porque yo no pintaba mucho con todos esos pesados pretendientes cerca. En el río, todos se quedan pegados a la orilla. Esto tiene alguna ventaja, como que te mojas menos. Lo malo, es que el agua corre menos ahí, y los salmones que remontan en esas zonas son raquíticos. Los mejores son los del medio, los que tiene carne bien roja y tanta grasa como para remontar el río seis o siete veces si quisieran. Mis amigos me jalean desde el borde cuando ven subir alguno de los grandes. Mi hermana a veces se sube a un árbol para indicarme mejor dónde debería situarme. Mi madre solo observa, callada, con los ojos siempre vidriosos.
Cuando pesco uno de los grandes, todos gritan de alegría. También los del otro lado del río, esa especie de osos de las ciudades que creen camuflarse para disparar sus fotos. Me encanta posar para ellos con un buen salmón entre los dientes.