Todo comenzó hace un año con un balbuceo. Lo tengo grabado: “Ya tengo el borrador de una cosa que he sscrito a a fer que osss…” y a continuación silencio, quizás otro intento más, lágrimas, y tras los tranquilízate y los qué te pasa nos fuimos directos al hospital. Había vuelto a casa tras varios años de aventuras por Italia y de regalo de bienvenida un ictus isquémico. Así es la naturaleza: deportista y bien alimentada pero poseedora de genes egoístas que por sus putos errores joden a uno y al resto. Resulta que el cáncer también tiene efecto protrombótico. A buenas horas.
Por el camino intento decir que mis oídos arden y que no puedo moverme, pero nadie me entiende. Me tienen que abrir.
Me despierto y no despierto. No abro los ojos pero reconozco las caras. Os oigo pero no os entiendo. Huelo a mi familia, literalmente, pues de alguna forma ahora todo lo percibo por la nariz, a pesar del respirador mecánico. El resto de mi cuerpo es exactamente eso: un resto. Pero mis padres lo quieren y lo cuidan. Yo, sin embargo, desde que me doy cuenta de que estoy viva empiezo a detestar la idea. Huelo la casa pero no cuanto tiempo ha pasado.
Abro los ojos y empiezo a reconocerlo todo, hasta que me clavo en el calendario de la pared. Mi padre empieza a gritar por mi madre y mientras llega a la cama ya ha roto un vaso y arrancado de cuajo el teléfono. Quiero preguntar, pero solo se me caen babas por la comisura. Lloran de alegría, que ironía. Me alegro de verlos pero, no sé si de forma egoísta o no, desearía que fuese la última vez y cuanto antes. En la mesa de al lado hay algunos ramos y un peluche de una patata y se me rompe el corazón. Venir desde tan lejos para ver esto.
Siempre lo dije: no me dejéis así. Ni caso. Paradójicamente decidieron entre todos que esperarían a que despertara para cumplir mi pesadilla. “Las cosas estas van con calma y tenemos que estar seguros”. Me explicaron las opciones y las posibilidades, imaginándose ellos que yo entendería algo. Mi padre, sereno, se repitió una y otra vez mientras me enseñaba papeles. Aprendí a responder con los ojos. Si los movía una micra hacia la izquierda quería decir sí.
– Si has entendido di sí con los ojos… – ojos. Y así cientos.
En realidad yo solo quería dejar claro que podía contestar. Ellos, con su alegría, empezaron a olvidar el objetivo de todo aquello. Yo no tenía miedo, pero ellos…estaban aterrados. Los días alegres fueron pasando y vieron que yo no respondía a una sola de sus preguntas. Entonces alguien llamó por teléfono y mi corazón se aceleró tanto como cuando viajaba sin casco en su Vespa.
– Ni se te ocurra volver por aquí – es lo que dijo mi madre, o algo así.
Hijo de, a pesar de todo, contigo estará siempre mi corazón. Y mi madre lo sabía. Gracias a aquella llamada, esa misma noche, mi padre a la izquierda y mi madre a la derecha decidimos. Decidí. Izquierda, izquierda, izquierda…
Y yo ya no sé mama si el corazón que late es el tuyo o es el mío. Seguiré quitándome el lastre en forma de perdones no pedidos, para así poder apagarme tranquila, poco a poco y no dejándome a nadie. Recordándoos a todos. Te echaremos de menos. Te echo de menos. Ya ha pasado un año y hoy tus cenizas se van de viaje. La carta es sólo cosa mía. Seguiremos adelante y sobre todo, conseguiremos que dejes otro pedacito de ti en este mundo.
Todas estas palabras ya no existen ni han existido nunca. Solo ha sido un ejercicio de sanación de una herida que va cicatrizando lentamente. Ay Silvia, ya le gustaría a muchos dejar tanto tiempo sin abrir un regalo tan doloroso y a la vez, conociéndote, tan motivador como este. Creo que te gustaría saber que hoy, hemos reído. Ojalá pudieras estar conmigo para abrir tu maleta y que me riñeras porque meto las manos en tus cosas. Ojalá pudieras reñirme otra vez.